miércoles, 6 de noviembre de 2013

Un senegalés en Buenos Aires

Lamine Diagne nació el 19 de abril de 1993 en Diourbel, una ciudad del interior de Senegal, a unos 150 kilómetros de la capitalina Dakar. Su papá Khalifa, como tantos otros africanos por el mundo, es vendedor ambulante y recorrió varios países de Europa. Hoy reside en suelo senegalés junto a Awa Diop, su esposa y madre de Lamine. “Tengo cuatro hermanos pero el único que juega es el más chico. Es 9 en las Inferiores del Pape Diouf”, comenta hoy sobre su familia en un bar céntrico de Buenos Aires mientras dialoga con Sporting África.

Su madre lo mandaba al colegio pero a Lamine no le gustaba, él quería jugar al fútbol. Por eso salía rumbo al aula pero en el camino se desviaba y se juntaba con sus amigos a jugar. En ocasiones eran desafíos a todo o nada. Por plata, sin zapatillas, en patas y en la arena. En sus inicios jugaban con pelota de goma o de lo que sea. A medida que fue creciendo ya jugaba en campeonatos libres, hasta con jugadores de 30 años, y con pelotas más cercanas a las profesionales. 

En las inferiores del AS Pape Diouf jugó de todo, desde arquero hasta delantero. Su club milita, a su entender en la liga más fuerte de Senegal, la Navétane. Sin embargo es otro club de su ciudad natal, el Sonacos –desde 2006 llamado ASC Suneor-, el que tiene los mayores logros: tres ligas, una FA Cup y participaciones en Champions y Copa Africana de Clubes. Hoy milita en la segunda división, pero a la distancia Diagne lo recuerda. “El estadio Municipal de Diourbel en el que juega el Sonacos es más lindo que muchos de los de acá, tiene hasta césped sintético. Para mi es mejor que el de San Telmo y Barracas”, afirma. “En mi ciudad se vive el fútbol. Los cantos y los tambores dan un espectáculo único y aunque resulte raro hay mucha presencia femenina en las canchas, sobre todo chicas de entre 12 y 28 años”, agrega. 
31 Mayo de 2012. En Seúl (Corea del Sur) un tal Bouba Diop convertía el primer gol del Mundial que también organizaba Japón. Francia, el campeón defensor, caía en su debut 1-0 ante Senegal, que participaba por primera vez de un evento de tal calibre. En las calles de Dakar todo era fiesta. En Diourbel la alegría era similar. “En mi casa nos levantábamos a las 5 de la mañana para mirar los partidos del Mundial. Mi mamá preparaba café pero, de los nervios, nadie lo tomaba. Festejábamos con banderas, cantando, saliendo en caravana por el centro de la ciudad. Fue algo histórico”, recuerda de aquellos tiempos en los que no llegaba a los 10 años. 

Del equipo que dirigía el francés Bruno Metsu, los que más le gustaban eran El Hadji Diouf y Khalilou Fadiga. A pesar de que vestía la 7 de Henri Camara para mirar y alentar a los Leones de Teranga –apodo del seleccionado senegalés- también miraba al arquero Tony Sylva, ya que era su puesto en el AS Pape Diouf. Un puesto que le trae muchos recuerdos. “Hasta aquel Mundial yo atajaba, pero a partir de ahí me empezaron a gustar otras posiciones en el campo y un amigo mío pasó al arco. Hace poco me enteré que murió en mi país debido al fútbol. Recibió un pelotazo en la zona del corazón y al otro día falleció”, comenta algo apesadumbrado a SA. 

Tras la histórica actuación de Senegal en ese Mundial –fue el segundo elenco africano en llegar a un cuarto de final luego de Camerún en Italia 1990-, Lamine tuvo una certeza: quería ser jugador de fútbol profesional. 
Con 17 años recaló en Buenos Aires gracias a un contacto de su tío en el país. Mientras se iban dando algunas pruebas entrenaba con los jugadores libres de AFA. Hasta que a principios de 2011 partió rumbo a Uruguay para gustar y quedar en Nacional de Montevideo. Pero una lesión lo obligó a volver a su país sin pena ni gloria. No obstante, Lamine siguió luchando por su sueño y volvió. Realizó otra prueba en All Boys y quedó. Pero al tiempo, sintió nuevamente como si el mundo se volviera en su contra. 

-Tenemos muchos delanteros. Vas a estar al pedo, así que buscate otro equipo-, le dijo el coordinador de fútbol amateur de dicho club. Así fue que analizó nuevas posibilidades hasta fichar por San Telmo. 

“Arranqué bien. Iba al banco de Cuarta pero nunca entraba. Yo sentía que estaba mejor que muchos de los titulares, en los entrenamientos hacía goles y rendía. Pero cuando llegaba el día del partido jugaba otro. Así que pedí el pase y me fui a Barracas Central”, se lamenta este admirador de Drogba al que le dicen Balotelli, por su juego parecido al del delantero del Milán. 
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De sus tiempos en Senegal recuerda los viajes a Dakar para pasar un día en la playa, hacer algún trámite en la capital o bien asistir a un show de Ndongo Lo y su mbalakhe, el estilo de música que tocaba, ya que murió en 2005. Hacia la capital Lamine iba en colectivo o bien en el auto de su tío. 

No hace mucho podría haber vuelto a su país en avión pero decidió no arriesgarse. La selección Sub 20 realizaría una serie de entrenamientos y lo contactaron. “Me llamaron y me dijeron que me pague los pasajes y que a mi llegada me reintegrarían el valor de los mismos. Pero no confío mucho en que eso pueda pasar y tampoco estoy en condiciones de perder dinero”, se lamenta. 
- Lamine vos tenés que jugar de dos, de último hombre. No hay un dos como vos-, le recomendó Omar Molinari. 
 -No, no me gusta. De nueve hago goles, ¿para que necesito bajar?-, le respondió un alunado Lamine. 

En sus inicios había jugado en esa posición. Ahora estaba en la Argentina y realizaba sus primeros entrenamientos en el CENEF (Centro de Entrenamiento Nacional Especializado en Fútbol) junto a otros jugadores libres. Eran sus primeros meses en el país. Con un idioma distinto, mucho en comparación al wolof natal y al francés, aunque con este había varias palabras similares que le facilitaron las cosas. Fue en esos momentos donde su religión lo ayudó mucho a seguir adelante y no bajar los brazos. Musulmán como el 84% de los senegaleses, aquí continúo con los cinco rezos por día y los viernes asistía a la mezquita ubicada en Palermo, el Centro Islámico Rey Fahd. 
-¡Negro puto! Andá a vender relojes a Once-, le gritan desde las tribunas. El destinatario es Lamine Diagne. Quien lanza el insulto es el padre de un jugador del equipo contrario. “En general me han tratado bien. Los actos racistas vienen en mayor medida de los rivales o de sus hinchas, sobre todo los padres”, comenta Diagne mientras acomoda unos papeles de su documento nacional de identidad que le acaban de entregar. 

Lo que aquel padre no sabe es que a Lamine ese insulto justamente no le molesta sino que lo enorgullece. Su padre recorrió varios países de Europa haciendo eso para bancar a su mamá y a sus hermanos, sus compañeros de vivienda en Buenos Aires también venden en Once y Constitución para ganarse el pan de cada día. Él ha buscado otro camino pero no reniega de sus orígenes. A mediados de 2013, ha llegado a probarse en River conformando, haciendo un gol y asistiendo en dos ocasiones. Sólo hubo dos problemas: el cupo de extranjero y la firma del contrato. Mientras tanto, sigue eligiendo Buenos Aires por la comunidad senegalesa que tanto lo ayuda a no extrañar y a sentirse más cerca de su Diuorbel natal. 

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